2 de enero de 2008

Los brillos sonrientes y psicodélicos del anillo de Ronnkelt contrastaban con la oscuridad de sus prendas victorianas y con la palidez de la piel tersa y acartonada de sus manos. Ópalo. Esa piedrecilla australiana que cautiva los ojos de los codiciosos y enloquece mentecillas débiles. Sophie no dudó en admirarlo al encontrarse con él. Lo observó de pies a cabeza haciendo una pausa viciosa en aquella mano izquierda poseedora del único rasgo de grandeza. Se encontraba ahí, dentro del palacio decadente de Ronnkelt, encajado en la colina más alta de la región más gris de la enorme isla-continente. Portones de alturas descomunales y sus rechinidos podridos y melódicos, un montón de piedras hacinadas, ennegrecidas por la mugre y la sangre de sus visitantes y enmohecidas por la mano del tiempo. Ronnkelt, un vampiro australiano que había aprendido el glamour patético de la aristocracia europea, había asido los gustos excéntricos y sobrecargados y los combinaba con el abandono y el descuido. Uno frente al otro, sus miradas enarbolaban leyendas de desdén, que apenas se leían en la penumbra envolvente, interrumpida por velas agónicas. El murmuro de las gotas hídricas que besaban los ventanales parecían formar un compás marcado y seductor. Sophie escuchaba el latido de su corazón, Ronnkelt no podía, su artefacto propulsor de líquido carmesí estaba inmerso en un descanso continuo desde siglos atrás. El agua y su azote contra el vidrio alteraban el ritmo circulatorio de Sophie, un golpe, un latido, un golpe, un latido, millones de golpes y el intento cardiaco por seguirlos, golpe, latido, golpe, latido. Una extraña convulsión rítmica se apoderó de su cuerpo, parecía posesa por entes dancísticos. Violines y percusiones surgieron para acompañar sus movimientos vívidos, y a su mirada pícara. Los roces entre ambos cuerpos nacieron con la unión de la pasión desbordante de ella y el estoicismo mórbido y natural de él. Los músculos de su espalda y cuello se encontraban tensos, el golpeteo frenético de su corazón había resaltado sus arterias, brincaban. Se asomaban burlonas por instantes y se escondían de prisa, con la coquetería que mostrase una hermosa niña tímida. Todo coexistía a un tiempo, la lluvia, los vidrios, el latido, los movimientos, la pasión, el estoicismo, las miradas y el vaivén sanguíneo. Todo en un tiempo, pero con espacios invisibles. Los colmillos fueron el director de la orquesta, su acción incisiva logró que las existencias separadas se fundieran en una. En un instante los latidos, los golpes, los movimientos, las miradas, los violines, el coqueteo sangriento, existieron juntos causando la ruptura estridente de los ventanales. La unión de los amantes se había consumado, la sangre apasionada de Sophie corría por el cuerpo de Ronnkelt, mientras su estoicismo penetraba a través de sus afilados colmillos. Ella desfallecía, los ojos de él brillaban con un tono malva, al tiempo que los millones de agudos fragmentos de cristal flotaban a su alrededor, ahogados en una caída eternizada.

Escrito por Dralí, unico escritor que ha captado a Sophia.

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